Los modelos de circulación general que combinan la atmósfera y los océanos predicen que las latitudes altas del hemisferio norte experimentarán una mayor elevación de la temperatura superfi- cial según las actuales hipótesis del IPCC (IPCC 1992). Se espera que las temperaturas invernales mínimas resulten más afectadas, lo que permitirá que determinados virus y parásitos se extiendan a regiones en las que antes no podían vivir. Además de los efectos del clima sobre los vectores, la transformación de los ecosistemas podría tener importantes repercusiones para enfermedades en que la zona de distribución de los vectores y/o huéspedes de reservorio está determinada por dichos ecosistemas.
Es posible que enfermedades transmitidas por vectores se extiendan a regiones templadas de ambos hemisferios y se inten- sifiquen en las zonas endémicas. La temperatura determina la capacidad de infección del vector pues afecta a la replicación de los patógenos, a su maduración y al período en que posee capa- cidad de infectar (Longstreth y Wiseman 1989). El alto nivel de la temperatura y la humedad intensifican también el hábito de picar de varias especies de mosquito. El calor extremo, en cambio, puede abreviar el tiempo de supervivencia del insecto.
Las enfermedades infecciosas sobre las que es más probable que repercutan sutiles variaciones climáticas son aquellas en cuyo ciclo vital interviene una especie de sangre fría (inverte- brado) (Sharp 1994). Entre las enfermedades cuyos agentes infecciosos, vectores o huéspedes se ven afectados por el cambio climático figuran la malaria, la esquistosomiasis, la filariasis, la leishmaniasis, la oncocercosis (ceguera del río), la tripanosomiasis (enfermedad de Chagas y enfermedad del sueño africana), el dengue, la fiebre amarilla y la encefalitis arbovírica. En la Tabla 53.12 figuran las cifras actuales del número de personas con riesgo de contraer esas enfermedades (OMS 1990d).
A escala mundial, la malaria es la más extendida de las enfermedades transmitidas por vectores y causa de uno a dos millones de muertos cada año. Según Martens y cols. (1995), a mediados del siglo próximo esa cifra puede incrementarse con otro millón más de muertes anuales debido al cambio climático. El mosquito anófeles, que es el portador de la malaria, puede extenderse a la isoterma de invierno de 16 C, pues el parásito no se desarrolla por debajo de esa temperatura (Gilles y Warrell 1993). Las epidemias que se producen a altitudes superiores suelen coin- cidir con temperaturas por encima de la media (Loevinsohn 1994). También afecta a la malaria la despoblación forestal, pues en las zonas taladas se crean abundantes charcas de agua dulce en las que pueden desarrollarse las larvas del anófeles (véase en este capítulo “La extinción de especies, la pérdida de diversidad biológica y la salud humana”).
En los dos últimos decenios los intentos por controlar la malaria han dado escaso fruto. El tratamiento no ha mejorado, pues la resistencia a los medicamentos se ha convertido en un problema importante en el caso de la cepa más virulenta, Plas- modium falciparum, y las vacunas antimalaria tienen una eficacia limitada (Institute of Medicine 1991). Hasta ahora la gran capacidad de variación antigénica de los protozoos ha impedido la obtención de vacunas eficaces para la malaria y la enfermedad del sueño, lo que no nos permite albergar muchas esperanzas de encontrar nuevos agentes farmacéuticos de fácil obtención contra esas enfermedades. Las enfermedades en que intervienen huéspedes de reservorio intermedios (por ejemplo, ciervos y roedores en la enfermedad de Lyme) hacen básicamente inalcanzable la inmunidad humana con programas de vacunación, lo que representa otro obstáculo para la interven- ción médica preventiva.
A medida que el cambio climático vaya modificando el hábitat, con una reducción potencial de la diversidad biológica, los insectos vectores se verán obligados a buscar nuevos hués- pedes (véase “La extinción de especies, la pérdida de diversidad biológica y la salud humana”). En Honduras, por ejemplo, insectos que buscan sangre, como el escarabajo asesino, que transmite la incurable enfermedad de Chagas (o tripanosomiasis americana), se han visto obligados a buscar huéspedes humanos al ver reducida la diversidad biológica por causa de la despobla- ción forestal. De 10.601 hondureños estudiados en regiones endémicas, el 23,5 % son hoy seropositivos a esa enfermedad (Sharp 1994). Las enfermedades zoonóticas son con frecuencia fuente de infecciones humanas y generalmente afectan al hombre tras un cambio ambiental o una alteración en la acti- vidad humana (Institute of Medicine l992). Muchas enferme- dades “incipientes” de los humanos son en realidad antiguas zoonosis de especies huéspedes animales. Por ejemplo, el Hanta- virus, que se ha demostrado recientemente que causa la muerte de seres humanos en el suroeste de Estados Unidos, está estable- cido desde hace mucho tiempo en los roedores y se considera que el reciente brote está relacionado con las condiciones climá- ticas/ecológicas (Wenzel 1994).